A los pies de una loma asturiana, donde el verde nunca se apaga y el aire huele a manzana y madera húmeda, nació el sueño de Don Eladio y Doña Carmen. Era una pareja sencilla, trabajadora, que entendía la tierra como una herencia sagrada. Tenían un pequeño pomar rodeado de robles y una convicción clara: que la sidra debía hacerse con tiempo, con mimo, y con verdad.

En una época en la que todo se hacía a mano, construyeron con esfuerzo la primera nave del llagar. Las paredes, de piedra y madera, aún conservan el eco de los primeros prensados. No había etiquetas doradas ni técnicas de marketing, solo manzanas autóctonas, toneles de castaño y el saber pausado de quien respeta los ciclos de la naturaleza. Allí, en ese rincón de Villaviciosa, comenzó a forjarse Sidra Robledal.

Pasaron los años, llegaron nuevas generaciones y con ellas, nuevos retos. Pero hay cosas que no cambian: la cosecha sigue haciéndose a mano, la fermentación es natural y la esencia permanece intacta. Cada botella es un tributo a quienes pusieron la primera piedra. Y cada trago, una forma de volver a casa.

Hoy, el Robledal no es solo un llagar: es una historia embotellada. Una historia de raíces profundas, de compromiso con la tierra y de amor por lo auténtico.